Al puerto llegó un barco sueco, de José Antonio Martín «Petón»
Conocida es la historia de cómo Boca Juniors, el club más popular de Argentina, eligió cuáles iban a ser sus colores representativos. Ante una sucesión de derrotas en 1905 determinaron cambiar sus colores originales, y decidieron que fuera el azar quien eligiera los nuevos.
Así que se fueron al puerto y determinaron escoger como nuevos colores aquellos que fueran los del primer barco que pasara. Fue un barco sueco, por lo que los colores elegidos fueron el azul y el amarillo. Y desde entonces los auriazules iniciaron una brillante carrera que le ha llevado a ser uno de los clubs más laureados de Argentina, sin lugar a dudas el más popular, y uno de los más populares del mundo entero.
José Antonio Martín «Petón» dedicó este relato al club y a su afición en su obra «El fútbol tiene música».
“A los fundadores y a la gente, a los artistas y a los ídolos, al tango y al fútbol, que hicieron de la Boca un destino y un mito”.
Esta dedicatoria está grabada en azul y amarillo sobre las paredes del barrio de la Boca dentro de un mapa estrellado de dos continentes separados, o unidos, por el Atlántico. Antes de llegar a la frase que hermana tango y fútbol, justo al lado de la palabra artistas, aparece en ese plano la silueta de España.
En 1882, los habitantes del barrio bonaerense de la Boca, genoveses de origen en su mayoría, decidieron independizarse del estado argentino y proclamar el suyo propio, con el italiano como lengua oficial, moneda propia y la bandera de Génova como enseña. El presidente de Argentina, Julio Roca, se presentó en la plaza del barrio, personalmente arrió el estandarte genovés e izó la bandera azul celeste y blanca que la Boca hizo suya para siempre.
Seis años después, nacía un joven sardo llamado Salvatore Segni que 22 años más tarde se embarcó en el Mediterráneo para cruzar el Atlántico. Su estancia era de tres semanas, quería conocer la próspera Argentina y retornar a su casa con algún negocio en la cabeza.
El último día, con su barco atracado en el Río de la Plata para zarpar con la caída del sol, Salvatore dejó el equipaje en su camarote y salió a dar el último vistazo a las calles próximas al puerto. Era domingo. Entró a comer al bar La Grilla de la Boca. Los vecinos de mesa hablaban en genovés de lo emocionante que prometía ser el partido de la tarde, un partido de fútbol. Como Segni tenía toda la tarde por delante decidió seguir a la pandilla de aficionados. Tras sus pasos llegó a un vallado donde jugaba el equipo del barrio. Los auriazules de Boca Juniors, segunda división.
A los cinco minutos, Salvatore dejó de percibir otra cosa que no fuera la atracción hipnótica de aquellos jugadores. No era por los futbolistas uno a uno, era por todos ellos, su estilo lleno de pasión y los colores que defendían. A medida que el partido transcurría, Salvatore se vio gritando el nombre de ese equipo y lanzándole hacia el triunfo. El resultado le dio igual, volvió al barco, subió a su camarote, recogió las maletas y se instaló en la Boca. Para siempre. Desde aquella tarde en la que el mozo italiano recorrió el camino que va de la Grilla a la vieja cancha, la historia de Boca tiene al lado de los grandes nombres el de su primer hincha, Salvatore Segni, un joven sardo que se enamoró de dos colores y con ellos pintó su corazón.
Conviene aclarar que Salvatore Segni no fue nunca dirigente de Boca, ni jugador, ni empleado del club. Fue más que todo eso: fue la afición, el prototipo de hincha xeneize.
La leyenda de los clubes no sería tal sin ellos. El Athletic Club de Bilbao tiene un lugar señero para el célebre Rompecascos que estremecía a la catedral cuando entonaba ese Atleeeeeeeetic al que todo el estadio contestaba con un Riau. En Pamplona, está Chiquilín. En el Barcelona antes del Avi, que es clavadito al de la caricatura, estaba el mítico Tortosa, animador en la victoria y en la derrota con la trompeta de Rudy Ventura. Chamartín y la Ciudad Deportiva escucharon el sincopado Halamadrid, halamadrid, halamadrid del hombre del megáfono. En el Calderón corre la banda Lolo, como antes Enrique, el primero que llevó un cuerno estrepitoso e inventó una ruidosa forma de animar desde el Fondo Sur; o Victoria, la forofa del Atleti que abrazaba al niño Collar cuando iba a sacar el córner en la gradona del Metropolitano. Manolo el del Bombo, el más famoso seguidor de la selección fue animador del Huesca, después del Zaragoza y ahora del Valencia, donde tiene un bar junto a Mestalla. Para hincha, el aficionado verdiblanco cuyas cenizas siguen yendo a Heliópolis cada domingo cerca de la abuela del Betis. El gordo Serafino fue el primer tiffoso de Italia como lo era en Camerún el célebre hechicero. Grande, la señora Paca del Alavés. En todos los campos, uno. En todos los equipos. Como Salvatores Segni.
Boca Juniors dejó aquella segunda del origen y conquistó la primera división para no perderla jamás. Las estrellas de su escudo son los títulos ganados desde 1919, el apodo xeneize de sus hinchas la identificación con Xena, la Génova de sus antepasados. Boca es pasión para 17 millones de seguidores en todo el mundo, de Serrat a Roberto Baggio, de Sabina a Vittorio Gassman, de Omar Sharif a nuestro Oliver Mayor: un grito común y un sentimiento cantado… Y no importó la derrota cuando vino, se la afrontó a la suave o a la brava, tanto que en una de ellas decidieron que la culpa la tenía la camiseta, borraron el rosa y hasta la segunda alternativa rayada en blanquiazul y se fueron al puerto. La bandera del primer barco que pasara prestaría sus colores para la casa eterna del Club Atlético Boca Juniors. Pasó un barco sueco… Azul y amarilla. Los chicos que esperaron impacientes en el puerto la llegada de la primera bandera eran Esteban Baglietto, Alfredo Scarpatti, Santiago Sana y los hermanos Juan y Teodoro Farenga, los que tres años antes se habían reunido en un banco de la Plaza Solís para fundar el club. Era el tres de abril de 1905.
Enfrente, en el mismo barrio de La Boca, sin que unos ni otros lo intuyeran, ya las había nacido la contra en el mismo momento en que se juntaron los muchachos de La Rosa y los pibes de La Rosales para meter en la camisa los colores de la bandera de Génova que un día se izó en el barrio: había nacido River Plate. La historia de los cuadros es la de una rivalidad sin límite, una constante desde su primer choque. Fue en 1914 y terminó a golpes, que tuvo que frenar la policía repartiendo más entre las dos aficiones. A ritmo de tango canalla y hostil, desde la Boca para el mundo acababa de nacer el Clásico de los Clásicos.