Chillida y Querejeta. Los artistas del balón, de J.A. Martín «Petón»
Pocos equipos pueden presumir de haber tenido entre sus jugadores a dos auténticos artistas. La Real Sociedad de Fútbol ha tenido ese privilegio. En los años 40 tuvo como prometedor portero al escultor Eduardo Chillida, al que una temprana lesión de rodilla con solo 19 años retiró del fútbol para siempre. El otro caso es el cineasta Elías Querejeta, quien en los años 50 destacó como extremo en la Real Sociedad, pero que abandonó el fútbol voluntariamente con sólo 23 años para dedicarse a su gran pasión: el cine.
Este relato de José Antonio Marín «Petón» glosa a estos dos artistas que pasaron por el club txuri-urdin y que dejaron el fútbol tempranamente.
Chillida y Querejeta. Los artistas del balón
El Peine del Viento es el vuelo de una ciudad sobre la mar, la estirada definitiva de un portero, una tarde de Atocha para siempre, el último remate del Cantábrico, la puerta marina de San Sebastián.
Las olas al ataque.
La piedra, el hierro, las detiene.
La tarde de San Valentín de 1943 están lanzando un córner contra la portería de la Real Sociedad. En Valladolid, al lado de la Hípica, cerca del río. El guardameta de la Real mide la distancia, calcula la parábola y salta atrevido a por el balón. Lo atrapa y al caer nota la bota de un rival que le golpea por detrás: Fernando Sañudo, delantero centro del Pucela, le acaba de romper la rodilla. El Gato Chillida va a dejar de jugar al fútbol, pero en ese momento lo ignora. Solo sabe del dolor que le parte la pierna por el eje, y como borroso le viene y le va si ese golpe va a impedir su fichaje por el Real Madrid. Tiene 19 años, es alto, flexible, valiente, muy decidido; tanto que unos meses antes eligió abandonar la facultad de arquitectura para dedicarse al fútbol. Esa postura tiene mucho que ver con su carácter: no se dispersa, no hace dos cosas a la vez; a lo que apuesta se da del todo.
Sus catorce partidos como titular son tan buenos que la gente del fútbol empieza a ver en el Gato Chillida al futuro portero de la selección. Si acaso alguien tiene dudas es el presidente de la Real: el señor Chillida, padre del Gato.
Tras aquel partido vino el otro invierno, cuatro operaciones y una pierna más débil que la otra para toda la vida. Las manos no perdieron la fuerza, ni la cabeza del portero su dominio de los espacios; ni sus ojos la visión de los objetos que quietos parecen volar. Perdió el apelativo de inmediato, recuperó su nombre, el Gato dejó pasar a Eduardo Chillida, uno de los grandes escultores del siglo.
A Gonzálo Suárez, o quizás a su alter ego Martín Girod, le contó Eduardo Chillida que el Gato le enseñó a llevar la tridimensión del arco hasta la escultura: “Hay gente que se ríe cuando digo esto, da igual; es así”.
Dicen que tras la retirada vio miles de partidos por televisión (“ese portero, qué mal coloca la barrera, no calibra la distancia, por favor; un paso al lado y le cae la bola en las manos”), pero que sólo una vez volvió a Atocha. Le decían, los viejos aficionados le decían, tú sí que eras bueno Eduardo, un Eizaguirre eras, un Arconada, un Iríbar. Un Gato. Eduardo Chillida lo escuchaba sin más que una sonrisa y no decía nada, A Pilar Belzunce, su mujer, alguna vez le contaban: tu marido sí que era bueno, un Eizaguirre, un Arconada, un Iríbar, qué pena lo de la lesión. Sí, respondía Pilar, una pena horrorosa, ahora sería entrenador del Elche.
Cayó el portero y sobre su huella se alzó el escultor que pensó: “Existe Dios al Noroeste”.
El gen artístico de la Real Sociedad de Fútbol, quizá trabado desde el ayer al futuro por los versos de su fanático Gabriel Celaya, llegó a la década posterior en un flacucho rubiato y con algo de demonio cuando viajaba por el extremo camino de la puerta rival. Que Elías era diferente a toda la chavalería asomaba al primer golpe de ojo, y no había más que bajar a la playa para notarlo. Todos los chavales jugaban descalzos importantísimos partidos de fútbol, y a él le dejaban salir con zapatillas porque tenía los pies delicados. Tras el ardoroso combate venía el tercer tiempo: todos al mar. Menos Elías, que de la tropa entera era el único que no sabía nadar.
Los gallitos de los duelos playeros eran los porteros, como el hermano de Elías, que además jugaba a pelota mano y hacía tirabuzones en el aire. Y también los chutadores: quien más fuerte le daba al balón se llevaba los honores, qué bueno es, qué bueno es. Elías se divertía en otra clave: regateaba, buscaba al adversario y le escondía la pelota para enseñársela luego, ya superado. En lugar del gorrazo descarado para ponerla en la olla y a chocar. Era muy partidario del pase exacto, delicado y por abajo. Y el centro desde la esquina, no frontal.
Su picaresca llenaba el ojo del paseante avisado más que del habitual seguidor de los partidos en marea baja. A los primeros, con palco en el estadio de Atocha, pertenecía el abuelo de los Querejeta que acababa de ver al rubio desde el pretil del Paseo. “He visto a uno rubio que lo borda, un diablo flaco, listo, pequeñín… podía con todos, va a ser futbolista fijo.” ¿Rubio, flaco, listo, pequeñín? Elías, ese es Elías, el nieto. Qué va a ser Elías. En ese momento apareció por el pasillo con las alpargatas llenas de arena el único jugador de la playa que no sabía nadar, rubio, flaco, pequeñín. Desde ese día, Elías Querejeta fue el nieto preferido del abuelo. Tampoco falló en su pronóstico el patriarca y con 18 años se puso la camiseta blanquiazul de la Real, a mayor honra del apellido que aún a día de hoy no entiende mayor gloria si de balompié se trata.
Elías Querejeta jugó 41 partidos en la Real y marcó 6 goles. El promedio es bueno para un extremo; los partidos no muchos, pues están diseminados en 5 años, pero se entiende mejor al saber que mientras jugaba estudió dos carreras, Químicas y Derecho, con exámenes en Murcia y pelea con un catedrático que le acusó falsamente de copiar. Aquí el único que miente es usted si dice que copio. Y le expedientaron, claro, menuda era por entonces la autoridad competente.
Los goles, eso sí, fueron escogidos: le marcó al Barcelona y le marcó al Madrid. A los blancos en Atocha para darle la victoria a la Real. Si el tanto lo hubiera hecho Marsal o cualquiera de los de enfrente lo veríamos de cuando en cuando en infografía con colorines: Elías Querejeta pensó que el rincón por el que avanzaba era de arena y al otro lado el mar. Fue driblando madridistas, uno, dos, hasta cuatro; legó al área pequeña por el costado y encaró a Juanito Alonso, el portero; ahí tenía un problema: Juan Alonso Adelarpe era de Fuenterrabía y portero de playa, así que podía estar pensando lo mismo que él y taparle el hueco. Decidió arriesgar, amagó el disparo y Juanito dejó un resquicio; por allí, despacito despacito, entró la pelota que se quedó dormida en el lateral contrario. Cuando el 7 de la Real Sociedad volvió la cabeza a la grada vio como la cuadrilla alzaba en hombros a Francis Querejeta, hermano del autor. Que detrás de la jugada había un artista lo adivinó uno calvo del Madrid que le espera en el centro del campo para reanudar el juego: qué golazo, pibe. Le dijo. Era Di Stéfano.
No mucho después la Real visitó a Osasuna en uno de esos día inhóspitos para el jugador fino, que si viento, que si barro, que si el balón pesado de tanta agua, que si como meten estos navarros. El extremo de la Real que, contra lo presumible de sus 23 años, ya tenía otros sueños distintos a la pelota entre el corazón y el escudo, salió podo contento del campo de San Juan. Al día siguiente abrió la Hoja del Lunes que recibía la crónica desde Pamplona. De Querejeta decía secamente: estuvo pundonoroso. ¿Pundonoroso? ¿Yo pundonoroso? Y se retiró del fútbol.
Después fue el cine.