Corbatta. Patas de alambre, de José Antonio Martín «Petón»
El «Loco » Corbatta ha sido el mejor extremo derecho que ha dado el fútbol argentino. Nacido en 1939 llegó con 18 a la Academia, el Racing de Avellaneda, donde pronto destacó por su habilidad pegada a la raya del campo. Pero fue el prototipo del héroe roto. Una vida surgida de la pobreza y la falta de medios que le privaron incluso de saber leer o escribir, y que marcaron su vida. Pasó por Racing, Boca y el Independiente de Medellín colombiano, retirándose en 1974 tras deambular por las categorías inferiores.
Su vida estuvo marcada por su adicción al alcohol, un ejemplo más de esos futbolistas genios surgidos de la nada y que sucumben a la vida fácil. A él le dedicó José Antonio Martín «Petón» esta entrada en su libro El fútbol tiene música.
Jorge Valdano retrató a Romario con una metáfora ideal: «Es un jugador de dibujos animados». Valdano lo había oído o leído mucho tiempo atrás referido a otro, a un genio insólito de Racing de Avellaneda: el Loco Corbatta, el asesino de Brasil en 1957 (aquel atardecer del glorioso 3 a 0 en la final de lo que hoy es la copa América), el que nunca pegó a la pelota, la acarició siempre como a una mujer. «Ella nunca se quería ir de mi lado», decía a quien le quisiera escuchar.
Orestes Omar Corbatta Fernández, el mejor extremo derecho de la historia para los argentinos y para un solo brasileiro. Una vez le preguntaron a Pelé quién era el mejor extremo del mundo y O Rei, siempre tan puñetero, con contestó Garrincha, dijo Corbatta. Daba igual, en realidad. Decir Garrincha y decir Corbatta fue siempre decir lo mismo.
Corbatta llegó a Racing procedente de Chascomús con 19 años de edad en alpargatas, una camisa a cuadros, el olor al pan que repartía en las madrugadas pegado a la piel y escaso aire de fenómeno. No llevaba maleta, solo lo que llevaba puesto. Desde ese momento comenzaron a llamarle «El Loco». Así le llamaban por sus diabluras en la hierba, por sus regates, por sus gambetas, por ese modo de hacer fácil lo imposible. Un día en un partido contra Chacarita Juniors cogió el balón en mitad de la cancha y en lugar de irse hacia el arco contrario inició un carrerón hacia su propia portería. Los compañeros le gritaban desesperados. No daban crédito los 60.000. Pero él continuó como si nada en dirección a su propio portero. De pronto, le rodearon dos contrarios. El arquero salió hasta el borde del área y le dijo: «Dámela a mí, por lo menos». Corbatta, lo vio, amagó, frenó en seco, giró y avanzó hacia el lado contrario. Los dos rivales se tragaron el frenazo y las carcajadas de todo «El Cilindro», el estadio Juan Domingo Perón donde la Guardia Imperial cantaba entonces las canciones prohibidas en la calle.
En 1956, en un partido amistoso entre Uruguay y Argentina, en el estadio Centenario de Montevideo, encaró al durísimo Pepe Sasía, lecantó el balón, le hizo un sombrero, le esperó, le dribló hacia su lado, le hizo un caño y cuando pasaba le hizo uno más de espaldas. Al salir de la jugada, el compañero que esperaba le soltó un patadón para bajarle el atrevimiento y lo dejó retorciéndose en el suelo. Entonces, con la apariencia de darle consuelo («pobre, ¿qué te ha pasado?») se acercó Sasía, le miró y sin mediar palabra le pegó un puñetazo en la boca. Desde aquella tarde la sonrisa de Corbetta tenía dos dientes menos.
Eran famosas sus borracheras que le hacían llegar muchas veces en estado mineral, apoyado en otros dos compañeros tambaleantes, aspirantes al coma etílico, que le dejaban en la puerta del vestuario un minuto antes del partido.
Con 1.65 de estatura y 62 kilos de peso, el extremo derecho era una flauta que enloquecía a las multitudes por sus fintas, por sus disparos, por sus golpeos endemoniados y por su original manera de ejecutar los penaltis. «Nunca me ponía de frente a la pelota, siempre de costado. Le pegaba con la cara interna del pie y en el medio, con un golpe seco. Además agachaba la cabeza para que el arquero no adivinara adónde iba a tirar y en cambio yo veía de reojo todo lo que él hacía. En cuanto se movía, era hombre muerto».
Eso decía Corbatta una vez terminada su carrera a la revista El Gráfico y así explicaba el éxito de sus penaltis. Corbatta, nacido en la localidad de La Plata, era de una familia pobre, pobrísima, con ocho hermanos. Nunca aprendió a leer, nunca aprendió a escribir, asunto que le llenó siempre de melancolía. Era un tímido que huía de la muchedumbre. Se sentía apocado cuando sus compañeros ojeaban los diarios y las revistas en las concentraciones. Le tenían que leer lo que comentaban de él.
Su época más brillante fue en 1957. Tanto en Racing como en la selección de Argentina, donde la culminó como estrella de la albiceleste que ganó el Sudamericano de Lima. El mejor gol se su carrera lo anotó ese año, el 20 de octubre, en la cancha de Boca jugando con la selección de argentina frente a la de Chile por la eliminatoria para el Mundial de Suecia. Dribló a dos rivales, llegó ante el portero, le burló, no disparó, se detuvo, amago, hizo pasar de largo a otro defensor, volvió a frenar, mientras el público suspiraba «remata, remata». Pero no, amagó nuevamente y al final colocó el balón donde quiso, junto a un palo tras dejar sentados a otros dos defensas chilenos que esperaban. Un golazo increíble. Tanto que la revista estadounidense Life cedió la foto de portada a una secuencia de fútbol por primera vez en la historia del semanario más vendido del mundo; era la foto de Corbatta, el genio analfabeto.
Orestes Corbatta jugó 195 partidos y marcó 79 goles para la Academia, salió campeón en 1958 y 1961 y luego su vida se fue por la pendiente: el recuerdo quedó entre la hierba y las gradas. A Corbatta y Garrincha les había partido el mismo dios de los héroes rotos. Corbatta vivió los últimos años de su vida en un cuartucho del estadio de Racing, donde se le acogía por caridad. Ese flanco da a la avenida por la que llegan las multitudes al Cilindro en el cruce con la calle Mozart. Si el lectos se hace viajero y mira al cielo en esa esquina de Buenos Aires, a la sombra del Coliseo Juan Domingo Perón, verá una placa azul y blanca, como los colores de Racing, donde aparece el nombre de esa calle, calle Corbatta.
la terrible parte final de su vida viene resumida en la crónica de un viaje que hicieron para verle varios antiguos compañeros del Medellín. Enterados de su triste peripecia pasaron a Argentina, y a la vuelta contaba Carlitos Serna: «Allí estaba él. Fue un grandísimo jugador. Habilidoso como el que más y goleador. Fue la estrella de nuestro Medellín a pesar de haber llegado en su época de descenso como futbolista. En 1978, durante el Mundial de Argentina, junto con Rodrigo Fonnegra, que fue entrenador de nuestro equipo, lo visitamos en Avellaneda. Fonnegra lo invitó a una comida. El vivía en un «cucurucho» en el estadio de Racing. Ya era un alcohólico embrutecido. Nos tomamos unos vinos y a la hora del churrasco Corbatta siguió bebiendo, bebiendo y bebiendo. No quiso comer. Su recuerdo aún nos hacía quitarnos el sombrero. Su presente nos hacía llenarnos de lágrimas».
El 6 de diciembre de 1991, a los 55 años murió roto y abandonado el gran Corbatta. Le acompañaron a la tumba unos versos:
«Con su cara de rata, pantalludas orejas
y las piernas oscuras como alambres con pelos,
gorrión empotrerado.
Para él cada partido fue un juego de rayuela.
Charlo Vagabundo tenía un hermano futbolista.
Jugaba para Racing. Con el 7″
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