Elegante Betis, de Francisco Montero Galvache
En la mañana del domingo 26 de octubre de 1956 falleció Ramón Sánchez-Pizjuán, el presidente del Sevilla FC durante gran parte de su historia reciente. Ese mismo día el Betis jugaba en casa partido de Liga frente al Alicante.
La reacción de la directiva presidida por Benito Villamarín no se hizo esperar: el equipo lució brazaletes negros en el partido y antes del inicio de éste se guardó un imponente y respetuoso minuto de silencio.
Frente a los que propugnan una enemistad profunda y exacerbada el Betis, y su afición, se manifestó por una rivalidad respetuosa y elegante.
Con este título de elegante, el escritor Francisco Montero Galvache, desde las páginas de Sevilla, testimonió el gesto de la entidad verdiblanca.
La palabra es justamente esa: elegancia. Vale como gentileza, finura, buen tono, delicadeza. Vale como poner el alma en las cosas de cada día que, de pronto, exigen una actitud consonante con una emoción profunda.
Esa es la palabra con que el Betis, en su campo de la Palmera, el domingo último afrontó la durísima noticia de la muerte de don Ramón Sánchez-Pizjuán, caballero de nuestros deportes. Una caballerosidad que dio altísimos rendimientos a la vida social y atlética de Sevilla. No hemos de ser nosotros quienes exalten la calidad y categoría de su obra sevillista. Ya las plumas de Emilio Vara, de Ignacio Ferreira, de Joaquín Carlos López Lozano, con las mejores frases laudatorias, expresaron ayer, y con emocionado acento, la pérdida enorme que para el deporte sevillano ha sido la muerte del ilustre abogado, del gran presidente del Club Sevilla.
Lo que sí gustamos hoy de resaltar es la elegancia del Betis para rogar, y rendir, de su público, minutos antes del partido, un silencio por la memoria y alma de Sánchez-Pizjuán. En aquel silencio quedaron subordinadas todas las simpáticas diferencias puramente deportivas que pudieron haber entre las legiones béticas y las sevillistas. “Soy rival deportivo, nunca enemigo”, decía don Ramón continuamente cuando se le hablaba del grande e ilustre equipo del Estadio, de los veteranos y magníficos ejércitos blanquiverdes. Aquel don Ramón—hasta casi unas horas amigo, siempre en la vanguardia de toda pasión para Sevilla—de quien anoche dibujó, con su diestra y agilísima prosa Celestino Fernández Ortiz la silueta íntegramente sevillana. Era cierto. Don Ramón, entre la devoción efectiva de todos, llevó el nombre de Sevilla a todos los ámbitos deportivos nacionales. Juntas en él la pasión de nuestros deportes y la jerarquía de sus méritos jurídicos, hicieron de él una figura ennoblecida por la cordialidad que esparcía como lo hacen todos los que son generosos de la naturalidad, privilegio, además de los biennacidos, de los anchurosos de espíritu.
Es verdad, como anoche escribía, con la claridad de prosa, Fernández Ortiz, que Sevilla pudo tomar de Sánchez-Pizjuán su torrente de pasión por nuestras cosas. Sería el mejor tributo a su memoria, a su recuerdo. Difícilmente desaparecerá de nosotros su ejemplo, el tesón de su entusiasmo, su prontitud para estar en la primera brecha del amor a Sevilla, a sus deportes, a sus intereses. Ciertamente que el “deportista impar”—en frase de Elido—dejará una vivísima huella.
De ahí la noble, emocionada ofrenda de nuestro Betis. Brazaletes en las camisolas, silencio en su muchedumbre. Un silencio grávido, denso, que se adivinaba cubierto de oraciones. Se ha dicho más de una vez que esto del silencio no viene a ser una costumbre muy edificante. No es cierto. La oración no se grita, la piedad no se anuncia; se contienen en el silencio profundo. Si en algún sitio puede un silencio parecer costumbre poco invadida del espíritu, en Sevilla no, porque de sobra sabemos aquí que los silencios no están vacíos, ni miran a la tierra o al vacío, sino a la Eternidad. Pesaba—todos los béticos lo saben—el aire del Estadio en la tarde del último domingo. Pesaba, porque la presencia de la muerte, y más aún, cuando sorprenden, con durísimo golpe, la conciencia y es inesperada y desborda todo cálculo imaginativo, es siempre una línea luminosa, especialmente trágica, que no sitúa ante la común e insoslayable obligación personal.
Elegante Betis, hemos escrito, y bien escrito queda. Pocos equipos como los nuestros para sostener, en las lizas deportivas, sus rivalidades ya históricas. Pocos, porque cada vez que truena la brillante o patética ocasión, Sevilla y Betis saben dialogar y abrazarse bajo el nombre común de la ciudad. Una vez más, el domingo, mientras la briosa expectación incógnita del juego se aguantaba en los nervios el Betis, con su silencio, profundo y religioso, supo dar una prueba de su elegancia, tan sevillana, tan llena de Dios siempre, para unirse, como una sola oración invisible, pero sí columbrada, para el alma de quien hacía solo unas horas que estaba ante el juicio de Dios. Quede para Sevilla su ejemplo.
Quede, como ayer dijo nuestro entrañable Celestino Fernández Ortiz, en pie, y bien aprovechable, la lección de su apasionamiento sevillanista y sevillista a un tiempo. Y lléguele al Betis—en cada hombre, en todo su público—la seguridad de que una delicadeza así, fuera ya de todo aire mortal, define y proclama su elegancia como el Betis la tiene en todos sus lauros.