La afición del Betis, de Manuel Fernández de Córdoba
La final de Copa disputada en el Santiago Bernabéu entre el Fútbol Club Barcelona y el Real Betis Balompié el 28 de junio de 1997 fue una de las mayores movilizaciones de aficionados béticos en la historia. 110.000 aficionados de ambos conjuntos poblaron las gradas del Bernabéu. 10 aviones especiales, 26 trenes AVE, 500 autobuses y 15.000 coches particulares desplazaron a una cantidad estimada de 70.000 aficionados béticos.
El 2 de julio, 4 días después de la final, en las páginas de ABC el periodista Manuel Fernández de Córdoba glosaba el extraordinario comportamiento de la afición verdiblanca durante toda la jornada de la final.
Ella, la afición del Betis, los que participaron en la marcha verde a conquistar Madrid, sí ganaron la Copa del Rey del señorío, del saber estar y del cómo comportarse.
Llevar a Madrid setenta u ochenta mil personas, cada uno de su padre y de su madre, tal como está el fútbol hoy donde el vandalismo asusta, donde hay que elevar a la enésima potencia las dotaciones de fuerzas de orden público y donde hay que andar parcelando el campo para que ni se rocen los seguidores de los distintos equipos, que una masa humana, por todos los medios de transporte habidos y por haber, invada a una ciudad, es algo para que preocupara a las fuerzas de seguridad, incluso se temiera que ocurriera lo normal—por muy anormal que esto sea, se mire como se mire—de incidentes, peleas, gamberradas, pintadas y todo ese ceremonial de las mayores bajezas que acompañan muchas veces a estas masas cuando se convierten en hordas, en lo que no se sabe qué será peor, si que ganen un partido—porque la euforia les desata—o que lo pierdan—porque la tristeza los desboca—pues en uno y otro caso es imprevisible qué pueda pasar.
Nada de esto sucedió, por la parte verdiblanca, en el Santiago Bernabéu ni en la ciudad. Todo transcurrió como lo que el fútbol debería ser siempre: una fiesta. Y esta afición verdiblanca demostró, y de qué forma, cómo sabe tantas veces ganar como también perder. Animó a su equipo hasta el último aliento y, cuando pasó lo que pasó, que la Copa se le iba de las manos cuando la tenían agarrada ya por un asa, aún tuvo arrestos y empaque para aplaudir al rival hasta asombrar a los propios jugadores azulgranas.
En el Bernabéu han evaluado los daños que se ocasionaron en sus instalaciones y los destrozos de urinarios, las roturas de tuberías. Los asientos arrancados y las pintadas fueron todos en la zona ocupada por la hinchada azulgrana. En las verdiblancas, nada de consideración. Después, acá, en la vuelta, ahí está cómo se recibió al equipo, incluso con ese tono de humor sin acidez que suponía el “ea, ea, ea, la Copa era muy fea” para ponerle al mal tiempo de una prórroga que terminó en derrota, la buena cara de la gracia y el “aquí no ha pasado nada”. Pero sí había pasado, se había dejado en la capital de España toda una lección de señorío, toda una manera de comportarse y todo un estilo sevillanísimo, que era algo casi tan importante como ganar la Copa. El triunfo o la derrota, tal como se desarrolló el encuentro, llegó casi a cara o cruz. El triunfo, por goleada, en las gradas, tanto a la hora de animar como de comportarse, llegó porque afloró el sentimiento por encima del engreimiento, la razón compatible con la pasión, el fervor hermanado con la caballerosidad. El beticismo al alimón con un Betis señor.