Quasida de la muerte bética, de Antonio Burgos

En la edición del diario deportivo Marca del 21 de octubre de 1973 podemos leer la siguiente noticia:
«Se aproxima el mes de los difuntos, y ante la visita de personas al cementerio como es habitual, el Ayuntamiento ha procedido a preparar dicho lugar. Ello ha promovido un curioso y extraño caso. Los empleados del Ayuntamiento, al recorrer la necrópolis hispalense de San Fernando, han observado que en la calle San Salvador número 115, donde descansan los restos mortales de don Rufino Pérez Campo, de cuarenta y dos años de edad, sobre la lápida está grabado un escudo del Betis. Los empleados dieron cuenta al director, quien ha ordenado a los familiares del difunto que levanten la lápida en el plazo máximo de 48 horas.
El escudo del Betis ha sido grabado cumpliendo la última voluntad del finado, que falleció a consecuencia de un infarto de miocardio cuando presenciaba el partido Betis-Celta de la temporada pasada, aunque la muerte se produjo meses después. El señor Pérez Campo era propietario del bar Parada, situado en la plaza de Heliópolis. El finado, que deja viuda y cinco hijos, había pedido a su familia que le pusiesen en la lápida el escudo de «su» Betis, voluntad que han cumplido, y por la que ahora han sido requeridos para que levanten la lápida, que lleva colocada unos tres meses.»
Días después, el 30 de octubre, en el diario ABC el periodista Antonio Burgos escribió este relato sobre la curiosa polémica en clave de humor.
Hubo en la temporada pasada un andaluz que encontró la muerte en la posición teórica de una mala tarde del club de sus amores. Resulta que este andaluz era bético y que no murió ciertamente infestado en cuanto a honores póstumos. Porque más que en la posteridad, el español piensa en su entierro como una forma de empezar a alcanzarla. Recuerdo que hasta Gerardo Diego tiene, muy a lo César Vallejo, predicho cómo quiere que sea el suyo: “Todos los paraguas irán a mi entierro…”
No hay tampoco que olvidar toda nuestra historia llena de entierros famosos, literarios y políticos, religiosos y civiles. En las vísperas en llamas de nuestra guerra civil, dos entierros, dos Españas, se cruzan cejijuntas por los senderos de la Historia, jalonados de chopos; los que vienen de enterrar al teniente Castillo, los que van a enterrar a Calvo Sotelo.
Todo nuestro folklore musical y parte del que dejamos en América está llenos de coplillas octosílabas que comienzan… “el día que yo me muera”… y que piden como última voluntad balazos, varas de cinta negra, mechones de pelo, odio, amistad, hasta olvido. Porque aquí se elige sitio y hora, rito y mito. Hay toda una teoría del entierro y la tumba, casi tan española como la liturgia laica de una tarde de toros. Los ricos aspiran a enterrarse como los pobres; los pobres, como los ricos, y para ello están pagando toda su vida los duros semanales de El Ocaso. Se compra el nicho familiar como quien invierte en el chalet de la sierra o en el apartamento de Benidorm. Algunos hasta arreglan con la agencia de viajes al más allá los detalles del “forfait” para la eternidad: bien la sencillez, nada de misas de tres capas, un coche fúnebre sin coronas; o bien la ampulosidad, el discurso necrológico en la Academia, los lacayos de librea, el armón de artillería, el monumento en el mausoleo. Buena parte de la escultura española está en función de la muerte; por eso es tan fría y trágica de Benlliure a Vitorio Macho, de Avalos a Venancio Blanco. Cuando un español se encarga una cabeza empieza a oficiar el rito de su propia muerte; cuando quiere que un escultor haga el busto de su mujer, alguien piensa indefectiblemente que está pensando en asesinarla.
Pero los ritos de la muerte y la tumba se ofician con diversa fortuna. Mala ha sido ciertamente para don Rufino Pérez Campo, ese andaluz que en la temporada pasada murió de infarto de miocardio viendo un partido y a quien no dejan descansar eternamente bajo el escudo de su Betis de su alma.
Don Rufino era dueño de un bar en Sevilla, muy cerca del campo del Betis. Era bético, algo que va más allá de la vida y de la muerte. Ser del Español o del Rayo Vallecano puede implicar determinadas connotaciones sociales, sentimentales, hasta folklóricas.
Ser colchonero, periquito o culé puede determinar una forma de ser y de sentir, unos usos sociales, la aceptación de unos inexistentes códigos morales. Pero ser bético, según los seguidores del club nos demuestran cada día con sus hechos, va más allá de todo eso: implica una cosmografía, es sentirse inmerso en la filosofía del manquepierda, un vudú andaluz muy especial que rinde culto a la fatalidad y al éxito, a la esperanza y al desánimo, a la persona y a la colectividad y al verde, muy especialmente al color verde. Inmerso en la sociología del manque pierda, nuestro don Rufino, como la cosa más natural del mundo, había dicho una y otra vez a su mujer, a sus amigos:
- Cuando yo me muera me ponéis en la tumba el escudo del Betis
Hay incluso razones antropológicas para creer que tras la formulación de este deseo gritaría con voz entrecortada por la emoción:
- ¡Olé, mi Betis “güeno”…¡
Producida su muerte a raíz de un desdichado Betis-Celta, en el que los visitantes obtuvieron lo que llaman los cronistas un valioso positivo, su viuda, cumpliendo la última voluntad, encargó al marmolista que esculpiera en la lápida el mágico triángulo de las trece barras blanquiverdes, con la dos bes entrelazadas y rematadas por la corona de Don Alfonso XIII.
En el cementerio de Sevilla, municipal y católico, ha habido, pues, durante tres meses, una tumba rematada por una cruz y un escudo del Real Betis Balompié. A nadie le ha extrañado. Si sacan de pila a muchos niños vestidos de jugadores del Betis, ¿por qué a don Rufino no le podían poner el escudo en la tumba? Si muchos recién casados llevan en el ajuar sábanas blanquiverdes, mantelerías blanquiverdes, toallas blanquiverdes, ¿por qué don Rufino no podía decorar a su gusto su última morada? Porque el ser bético comienza en el bautizo seguido de inscripción como socio infantil y puede que no acabe con la muerte, como le está ocurriendo a nuestro hombre.
Porque en España todavía, el reglamento es el reglamento. De nada vale que haya leyes béticas si los reglamentos son sevillistas. O poco menos. Porque los reglamentos, en general, y los de los cementerios, en particular, no suelen ser precisamente liberales y flexibles. Sería pedir demasiado a algo que depende de nuestros ordenancistas ayuntamientos. Y el reglamento del cementerio de Sevilla no parte peras con nadie en este sentido. Admite a toda la gitanería de la Alameda para llevar a la tumba a Joselito el Gallo, con tal de que entre en bronce y de la mano de Benlliure; admitirá en su día una escultura del bailarín Antonio eternizado en “El sombrero de tres picos”, como admite el mármol romántico para dar tierra a la Avellaneda. Pero no admite el escudo del Betis.
Y, claro, la gente no se acaba de creer que un reglamento que permite esa especie de falla valenciana en bronce que es el mausoleo de Joselito el Gallo, prohíba un simple escudo grabado en una lápida. Y como los españoles tenemos tanto respeto para las últimas voluntades como malicia para adivinar las intenciones del legislador, ya han encontrado en Sevilla la razón de que no pueda ser cumplido el deseo de don Rufino:
- No, lo que pasa es que el director del cementerio es sevillista…