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Carta abierta a Thierry Henry.

Aun no se ha confirmado, pero es un secreto a voces: te retiras del fútbol profesional. Las cinco de la madrugada me parece un buen momento para explicar lo que has significado para toda una generación de gunners primero, de amantes del fútbol después y, por último, para quien esto firma en particular.

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Yo no te conocía cuando debutaste en el primer equipo del Mónaco, club en el que permaneciste durante cuatro años, ni tampoco supe de ti durante tu breve periplo italiano en Turín, llevando a la Vecchia Signora en el pecho. Ni siquiera sabía que en 1999, siendo ya todo un campeón del mundo, te reencontrabas con el viejo Arsène en la fastuosa Londres, en el equipo del norte de la ciudad. De hecho, a mi no me gustaba el fútbol por aquel entonces, por lo que ignoraba tu existencia, pero qué gran mentira es esa de que la ignorancia trae consigo la felicidad. Con 12 años oí en la tele que había un equipo en Inglaterra que, a falta de ocho jornadas, podría ser campeón de la Premier League sin haber perdido un solo encuentro, y claro, esas cosas impresionan aun más cuando eres pequeño. Campeón y sin perder nunca, qué maravilla.

Por entonces tenía más facilidades para poder ver la liga inglesa, y decidí conocer a esa magnífica escuadra llena de los típicos nombres que, desde luego, no son el de tu vecino o el de tu profesor. Por simplificación supuse que el mejor jugador era el que marcaba más goles, y el tal Henry marcó dos, ambos con un halo de superioridad incontestable, nada de pelotazos por la escuadra ni slaloms prodigiosos. Solo acariciabas la pelota, y esta a la red, y me enamoré. Me enamoré con la pasión de un adolescente ante un amor de verano: no era el más bonito, ni el más perfecto, pero tenía la certeza de que iba a ser para siempre, porque el francés que abarcaba toda la delantera de ese equipo londinense era la personificación de una elegancia que, en España, el tal Ronaldinho suplía con fantasía.

Fui testigo de tus logros como la doble Bota de Oro, tus cinco títulos de máximo goleador de la Premier, el cañón de plata al superar a Ian Wrights como máximo artillero del Arsenal o un sinfín de inclusiones en equipos de ensueño como el Once de Oro o el Equipo Ideal de la UEFA; vi cómo destrozaste al Inter de Milán en el Giuseppe Meazza, cómo pusiste tu bandera en una casi mitológica cabalgada en el Bernabeu, cómo demostrabas que la capital inglesa solo tenía sitio para el equipo de Highbury, pues nunca te amedrentaron ni Stanford Bridge ni White Hart Lane. En menos de dos meses vi cómo caíste derrotado en la final de París, la única que dividió inevitablemente mi corazón; y en la de Berlín por penaltys, donde quizá también se marchó tu Balón de Oro, pero no importó, seguías siendo el líder absoluto de la Hermandad del Cañón aun cuando, tras un año plagado de lesiones, decidiste marcharte al Barcelona, lugar en el tu huella es más que de sobra conocida y donde pudiste quitarte la espina de 2006. Emprendiste una aventura lejos de la élite, en Nueva York, y seguiste dejando perlas de fantasía durante tres años, e incluso tuviste tiempo de volver a rescatar al equipo de tu vida en una ronda copera contra el Leeds, hasta que hoy, esta misma noche, se acabó la liga para los NY Red Bulls y, con ellos, el fútbol tal y como lo conocí.

Esta noche algo dentro de cada aficionado a este maravilloso deporte se llevará a casa un poco de tristeza, pero yo, tras una década, me llevo nostalgia por tantas y tantas tardes viéndote. El amor de verano, inmaduro e imperfecto en si mismo, es hermoso porque es sincero, inmaculado y pasional. Diez años después han venido otras más guapas, más ganadoras, más espectaculares y más brutalmente agresivas con los récords del planeta fútbol, pero uno se queda con la que más le ha gustado desde siempre, o al menos con la que quiere de verdad. Hasta la vista, Tití. Vuelve pronto a casa.

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