El ambiente de los campos sudamericanos, de Antonio Valencia
La Copa Intercontinental de 1967 la disputaron el Racing de Avellaneda, como triunfador en la Copa Libertadores, y el Celtic de Glasgow, como campeón de la Copa de Europa.
Entonces la competición se disputaba a doble partido, por lo que el 18 de octubre en Hampden Park el Celtic se impuso 1-0 con un tanto de McNeill en el minuto 69. En la vuelta el 1 de noviembre, en El Cilindro, Racing venció 2-1 con tantos de Raffo y Cárdenas para los locales y Gemmell para los visitantes.
El ambiente ya estuvo muy caldeado y el Celtic no pudo alinear a su portero titular, Ronnie Simpson, herido por una pedrada.
Tres días después, en el estadio Centenario de Montevideo, se jugó un partido de desempate en qle que los incidentes se multiplicaron. Conocido como «la batalla de Montevideo» el partido finalizó con victoria argentina por 1-0 con un gol de Cárdenas en el minuto 56 y un balance de 5 jugadores expulsados.
Un artículo del periodista Antonio Valencia publicado en Marca a los pocos días de la gran final ponía de relieve el ambiente de los campos de fútbol sudamericanos de la época.
El partido entre el Racing de Buenos Aires y el Celtic de Glasgow jugado en el terreno del club argentino, en el famoso Estadio de Avellaneda, ha debido ser terrible. Hay que imaginarse cómo debió sentirse el club escocés cuando ya en la cancha vio cómo su guardameta, Ron Simpson, caía al suelo herido de una pedrada, que le impidió jugar el partido, teniendo que ser sustituido por el portero suplente.
Cuando los escoceses pasaron por Barajas, salí a al aeropuerto a verles, porque viajaban con el club una serie de periodistas amigos míos. Pregunté al manager Jock Stein si conocía el ambiente del fútbol americano, cuando un partido pone en juego la emotividad de aquel público eruptivo.
– “No, no he visto jamás fútbol en Sudamérica, y el Celtic nunca jugó allá”, me contestó el técnico.
Entonces le previne que debería tener los nervios bien templados, porque iba a encontrar un ambiente distinto al que conocían de siempre, aun contando con que los choques entre Celtic y Rangers son pródigos en escándalos entre las distintas facciones del público. Pero los jugadores a ambos clubs están ajenos a ellos ya la fila de “bobbies”, con sus cascos, tiene que intervenir del campo hacia las gradas para sacar a algún escandaloso o algún asfixiado por la presión. El fútbol no sufre nada.
En cambio, el hecho de que en las canchas sudamericanas necesiten foso y alambradas lo dice todo. No se puede evitar la interpenetración del ambiente entre jugadores y público, y uno y otro se va potenciando mutuamente hasta llegar al delirio. Hay que imaginarse lo que sería Avellaneda si, además, el partido cobró (quizá por los incidentes de Londres en la Copa del Mundo, sin tener en cuenta que en fútbol no hay nada más alejado de Inglaterra que Escocia) un carácter patriótico. “Argentina espera el triunfo de Racing”, escribían sus periódicos, y el que conoce aquello ya sabe lo que sería el resto. Que los escoceses jugasen encogidos, es incluso sorprendente; lo normal es que no jugasen de ninguna manera.
En cambio, un equipo uruguayo, por ejemplo, hubiese encontrado el ambiente más o menos esperado que conocen de antiguo y para el que están acondicionados. Recuerdo cuando en Brasil, en la Copa del Mundo del 50, la selección brasileña, de gran juego, pero además drogada por los alaridos de ciento cincuenta mil delirantes, las arengas de las autoridades, los altavoces atronando los aires con el himno nacional, en donde lo dejaban oír los estampidos de los cohetes, y hasta drogada con excitantes (según ha confesado el famoso Ademir al cabo del tiempo), aplastó a la selección española, que jugó sumamente encogida. Alineados ya frente a frente los equipos para poner el balón en juego, el brasileño Chico, que jugaba de extremo izquierda, y al que le cogía delante Basora, que era el extremo derecho español, dio a éste un par de patadas a guisa de saludo. Pensamos ahora lo que del Celtic, que lo extraño no es que los españoles jugasen mal, sino que jugasen siquiera.
Pero el domingo siguiente jugaban allí mismo la final los uruguayos como Pedro por su casa. El ambiente era el mismo o mayor, pero a la primera patada que se le escapó a un brasileño, el uruguayo de turno le contestó con tres. Jugaban los celestes como en un campo de flores, como si no oyesen sino la más agradable de las músicas, y al final, cuando ganaron el partido, el gran estadio parecía una tumba de seiscientas mil ilusiones en donde no se oía sino algún sollozo.
Pero para esto hace falta estar jugando al fútbol en Sudamérica desde hace setenta años. Los equipos de “acá” que pasan el Atlántico sólo se salvan si el partido no despierta “allí” interés nacional. Todo esto confirma mi creencia de que la unidad del fútbol es un mito mantenido por la FIFA para mediar sin entrar en el fondo del problema. La unidad es solo superficial, se diga lo que se quiera, y la Copa del Mundo de México la ganará un equipo sudamericano. En Europa los brasileños han podido ganar en 1958, pero la situación contraria no cabe, como si no sólo Monroe, sino hasta Bolívar, se hubiesen puesto de acuerdo en ello.